Andrés Rosler, en un reciente articulo publicado por La Nación, el pasado
08/01/2021, refiere al “caso Tomasi”, fallo de la CSJN, la cual, por cuatro
votos a cero, decidió revocar una condena de dos civiles por delitos de lesa
humanidad.
La sentencia había sido dictada por el Tribunal Oral en lo Criminal
Federal de Mar del Plata y confirmada por la Cámara Federal de Casación. La
revocación se debe a que esta condena viola un derecho humano fundamental: la
presunción de inocencia.
Los hechos en cuestión son los siguientes: en la noche
del 29 de abril de 1977, el abogado laboralista Carlos Alberto Moreno fue
secuestrado por fuerzas militares en las cercanías de su domicilio en Olavarría
y trasladado a Tandil. Allí, en una chacra, personal militar lo mantuvo privado
ilegítimamente de su libertad y lo sometió a sesiones de tortura. En la mañana
del 3 de mayo, Moreno huyó de la chacra, pero fue recapturado por las fuerzas
militares y asesinado poco después. Dos civiles, propietarios de la chacra,
fueron condenados como partícipes necesarios de los mencionados delitos de lesa
humanidad. Lo único que está probado fehacientemente en el expediente es que los
dos civiles eran propietarios de la chacra en la que se cometieron los delitos
de lesa humanidad. Sin embargo, no es delito ser propietario del lugar en el que
se comete un delito. Asimismo, los crímenes fueron cometidos en un lapso de
cuatro días, lo cual no es incompatible con que los dueños no se hubieran
enterado de lo que sucedía en una chacra que además estaba abandonada hacía
tiempo. Uno de los condenados tenía relaciones protocolares con las autoridades
militares en razón del cargo que ocupaba como gerente de banco, pero eso tampoco
es un delito. Tampoco se puede inferir de la ausencia de denuncia de usurpación
por parte de los dueños responsabilidad penal alguna, mucho menos en el contexto
de una dictadura.
El argumento condenatorio, en el fondo, es que los acusados no
podían desconocer los delitos cometidos en su propiedad. Pero este argumento no
es probatorio, sino circular: supone lo que en realidad el juicio debe demostrar
para arrojar una sentencia condenatoria, al menos en un Estado de Derecho, o en
todo caso en un Estado que no comparta el eslogan "sin dudas pero sin pruebas".
Como explica el juez Rosenkrantz en su voto concurrente, la participación
criminal exige una doble intención. El partícipe de un delito no solo debe tener
la intención de colaborar, sino que además esa intención "debe abarcar el hecho
principal". Por lo tanto, "quien es imputado por su participación en un hecho
criminal tiene que haberse representado que con su proceder realizaba un aporte
favorecedor" del delito cometido por los autores principales. Pero en este caso
no está probado que los condenados se hayan siquiera representado los hechos que
se les imputan, y mucho menos que los hayan consentido. Por supuesto, no es
imposible que los acusados hayan cometido el delito. Sin embargo, debido a la
presunción de inocencia, nadie puede ser condenado por el solo hecho de que no
es imposible que haya cometido el delito. Para que la condena sea conforme a
derecho tiene que haber evidencias que prueben que los acusados cometieron el
hecho en cuestión. La sola duda razonable al respecto juega a favor de los
acusados. Proceder de otro modo implicaría que somos culpables a menos que se
demuestre lo contrario.
A comienzos de la última restauración democrática, este
tipo de consideraciones solían ser redundantes en un Estado de Derecho, pero
evidentemente ya no lo son. Los "casos de lesa humanidad deben regirse por las
mismas reglas de prueba que las aplicables respecto de todos los demás delitos,
pues la violación del derecho no justifica la violación del derecho", tal como
consta en el voto concurrente del presidente de la Corte. La gravedad de los
delitos de lesa humanidad no puede justificar que las condenas no tengan
pruebas.
A Cesare Beccaria, uno de los pilares del derecho penal humanista, le
parecía absurdo el principio medieval según el cual "en los delitos más atroces
son suficientes las más leves conjeturas y es lícito que el juez transgreda los
derechos", ya que si valoramos el derecho humano a la presunción de inocencia
-una de las conquistas más sustantivas de la modernidad-, cuanto más grave sea
el delito, más estricto debe ser el estándar de la prueba. Apoyado en el vívido
y desgarrador testimonio de los sobrevivientes, el tribunal de distrito israelí
había condenado a Demjanjuk a la pena de muerte. Sin embargo, durante la
apelación ante la Corte Suprema israelí la defensa consiguió información
decisiva proveniente de la URSS El reciente fallo de la Corte se halla en muy
buena compañía, tal como lo muestra la serie documental de Netflix El diablo de
al lado, acerca del proceso judicial instruido en Israel contra John Demjanjuk,
acusado de ser Iván el Terrible, un despiadado guardia de Treblinka, el
tristemente célebre campo de exterminio nazi. Apoyado en el vívido y desgarrador
testimonio de los sobrevivientes, el tribunal de distrito israelí había
condenado a Demjanjuk a la pena de muerte. Sin embargo, durante la apelación
ante la Corte Suprema israelí la defensa consiguió información decisiva
proveniente de la URSS. En los archivos de la ex-KGB se encontraron decenas de
testimonios de otros guardias que sostenían que hubo dos guardias llamados Iván,
uno en Treblinka y otro en Sobibòr. Además, los testimonios en cuestión
describían a Iván el Terrible de todas las formas posibles: alto, gordo,
delgado, bajo, con cabello de diferente color, lo mismo respecto a sus ojos,
etc. El propio jefe de la Oficina de Investigaciones Especiales de EE.UU.
reconoció que existían dudas acerca de si Demjanjuk era Iván el Terrible.
Como
en el caso Tommasi, entonces, lo que estaba básicamente en cuestión en Israel no
era la comisión de hechos atroces, sino quiénes habían sido los autores. Ahora
bien, la tarea de un tribunal conforme al Estado de Derecho no es dar rienda
suelta a las emociones (sin que importe a quiénes pertenezcan esas emociones),
satisfacer la opinión pública, enviar un mensaje a la sociedad o estar a tono
con los tiempos.
Como sostiene Ian Buruma, "cuando un tribunal es usado para dar
lecciones de historia, entonces no está lejos el riesgo de que el juicio sea una
farsa". Durante el juicio a Eichmann, Hannah Arendt ya había advertido que "la
Justicia exige que el acusado sea penalmente perseguido, defendido y juzgado, y
que todas las otras cuestiones aparentemente de mayor importancia sean dejadas
en suspenso". Dado que existía una duda razonable acerca de si Demjanjuk era
Iván el Terrible, un tribunal que deseaba seguir el derecho penal liberal -por
no decir civilizado- no tenía otra alternativa que revocar la condena de
Demjanjuk, y eso es lo que hizo finalmente la Corte Suprema de Israel en 1993.
Las palabras de cierre de la decisión son bastante reveladoras: "El caso está
cerrado, pero no está completo.
La verdad completa no es prerrogativa del juez
humano". Los jueces humanos, precisamente, no son dioses ni superhéroes, sino
agentes institucionales que deben actuar conforme a las reglas jurídicas
vigentes, que no pocas veces los obligan a tomar decisiones con cuyo resultado
no están de acuerdo. Este es precisamente el sentido de contar con sistemas
institucionales que reclaman tener autoridad. Con el diario del lunes podemos
darnos cuenta de que la acusación israelí estuvo mal planteada. Demjanjuk debió
haber sido acusado por crímenes cometidos en Sobibòr, no por lo sucedido en
Treblinka. De otro modo, una eventual condena hubiera violado el principio de
congruencia, como se suele decir en la jerga penal. Pero los jueces no pueden
guiarse por el diario del lunes, ya que, nuevamente, los juicios no son medios
para hacer justicia a cualquier precio como en una película de Quentin
Tarantino, sino que en un Estado de Derecho democrático los magistrados deben
guiarse exclusivamente por las reglas jurídicas previstas de antemano a tal
efecto, sobre todo por el derecho humano a la presunción de inocencia, sin el
cual no tiene sentido siquiera hablar de juicio.
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