miércoles, 30 de noviembre de 2016

EL DILEMA FILOSÓFICO DE LA MUERTE DIGNA

Santiago Kovadloff  (La Nación 29/11/2016)

Hay personas que prefieren quitarse la vida a dejarse destruir por una enfermedad terminal que, aniquilándolas física y psíquicamente en forma progresiva, las convierte en un residuo pasivo de aquello que fueron.
Lo mismo puede decirse de quienes están expuestos a un padecimiento psíquico extremo, sin que medie, necesariamente, una enfermedad orgánica terminal. Pero en esta página no quiero referirme sino a la opción del suicidio en las víctimas de un mal incurable crecientemente doloroso y destructivo.

Hay naciones como Holanda en las que la ley convalida la eutanasia, es decir la práctica del suicidio por parte de aquellos que están expuestos a circunstancias como las referidas. En Holanda, justamente, puso fin a su vida hace poco una pareja de personas ya mayores, políticos ambos, e igualmente afectados por un mal incurable y progresivo.
Franz van der Heijden y su mujer Gonnie, de 78 y 76 años respectivamente, decidieron no prestarse al gradual e irreversible envilecimiento de sus personas. Optaron, entonces, por terminar con sus vidas mientras les fuera posible reconocerlas como tales. Pero resolvieron, además, que practicarían la eutanasia, es decir el suicidio convalidado por la justicia de su país. Ciudadanos hasta el final, quisieron proceder dentro de la ley.
La disyuntiva era clara: el péndulo de la conciencia oscilaba, para ellos, entre la degradación y la dignidad. Y decidieron preservar su dignidad.
Recuerda Durkheim, en su tratado sobre el suicidio, que en algunos pueblos primitivos se alentó su práctica entre quienes, por obra de la vejez y el deterioro, ya no eran capaces de prestar servicio a su pueblo.
Platón enseña en Leyes que el suicida es un ladrón. Al matarse, se adueña de un bien que no es suyo: la vida. Sustrae lo ajeno, roba. El cadáver del suicida, sentencia el filósofo, sólo debe recibir los honores de un funeral si antes se le amputa al cuerpo la mano que ha cometido el crimen. Sobre esa mano recae, simbólicamente, el castigo impuesto por la ley al que se ha quitado la vida.
La necesidad de contar con autorización para suicidarse se pierde en el tiempo. Recuerda Georg Lichtemberg, en el siglo XVIII, que un soldado viejo y desvalido que sirvió a Roma durante años, no quiso poner fin a su agonía sin el beneplácito de César.
Durante largo tiempo, el judaísmo consideró al suicida como profanador del orden divino. Aún pueden encontrarse, en viejos cementerios, tumbas situadas junto a sus muros. Corresponden a quienes, al quitarse la vida, violaron la fe de sus mayores pretendiendo arrebatar a Dios el atributo supremo de dar la vida y privar de ella.
El catolicismo niega respaldo al suicida, aun ante esa perspectiva impuesta por el dolor extremo y la degradación física y psíquica que pueden caracterizar la trágica evolución de una enfermedad terminal. No hay, pues, derecho canónico a terminar con la propia vida. Ni siquiera argumentando que se desea hacerlo cuando aún se es protagonista consciente de los días que preceden al final. La Iglesia reconoce que evitar o atenuar el dolor del paciente es legítimo y hasta necesario, pero no suprimirlo mediante el suicidio que quiere anticiparse al desenlace concebido como natural. Lo que nos ha sido ofertado por la gracia divina únicamente por su intermedio nos debe abandonar.
Pero hay, como vemos, otra perspectiva. Según ella, el hombre no es una criatura subordinada a un Creador. Ni la vida, en consecuencia, un don ofrendado por un Otro transcendente. Aun concibiéndola como facultad otorgada al hombre, quien de ella dispone, entiende desde un ángulo secular, que el suicidio inducido por una enfermedad terminal admite, en ese marco, un abordaje jurídico tanto como subjetivo independiente de toda consideración religiosa. El enfermo decidido a terminar con su padecimiento antes que a dejarse despersonalizar por el dolor físico y el deterioro mental, estima que no será vida personal la que lo aguarde en esa etapa última, sino que se verá reducido a la sola condición de objeto. Su existencia habrá pasado a ser mera duración. Será cosa y ya no será persona.
El suicida puede disponer, según donde resida, de respaldo legal para proceder como lo ha resuelto; puede contar o no con que sus derechos cívicos sean extendidos a la consideración de esta situación extrema. Pero si está decidido a poner punto final a su vida antes de que ésta se degrade en manos del mal que sufre, es seguro que procederá como lo desea, venga o no en su apoyo la ley. Esto significa que se concibe con libertad para actuar según su criterio. Y que, aun cuando acepte que la vida le ha sido ofertada, ello no implica que renuncie a ser quien resuelva si tiene o no tiene valor lo que le ha sido ofertado. El problema del sentido de lo recibido es, para el suicida afectado por una enfermedad terminal degenerativa, una cuestión personal, privada, suya.
Otro caso resonante, equivalente hasta cierto punto al de los Van der Heijden, fue el del norteamericano Frank Gollan, quien se suicidó en Miami, junto con su esposa Alice, tras 40 años de matrimonio. Médico e investigador, Gollan aisló el virus de la polio e inventó la primera máquina cardiovascular. Junto a su cuerpo se encontró una nota en la que el médico daba sus razones para proceder como lo hicieron: los dos se sentían profundamente desmoralizados por la falta de salud agravada por la edad. Temían dejar solo al que sobreviviera al otro en esas condiciones. No hubo, en esta oportunidad, asistencia legal. Se los encontró sin vida a consecuencia de una sobredosis de píldoras, a principios de octubre de 1988.
Son por supuesto muchas, se dirían incluso incontables, las motivaciones por las que alguien resuelve suicidarse. Aquí, insisto, importa solo una. La que resulta de creer que la muerte digna es preferible al creciente deterioro moral, psíquico y corporal que impone una enfermedad sin remedio.
Quien toma esa decisión, en este caso, no tiene por qué ser una persona impulsiva y menos aún psicótica. Ejemplos como los aquí brindados demuestran la calidad ética e intelectual de quienes optaron por el suicidio para salvar su dignidad. Y lo profunda que puede ser la relación amorosa entre quienes resuelven juntos privarse, más que de la vida, de la degradación. En palabras de Franz van der Heijden, se trata de preguntarse "si los que sientan que su vida concluirá con gran dolor y que serán una carga pueden terminar cuando todavía no sufren tanto, ni son un peso para ellos mismos y para los demás".
En un memorable ensayo al que tituló El hombre rebelde, Albert Camus aseguró que "No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio. Juzgar que la vida vale o no vale la pena que se la viva es responder a la pregunta fundamental de la filosofía." No creo que se haya equivocado. Si la filosofía consiste en un examen de los valores, es decir en una meditación primordialmente axiológica, la radicalidad de lo que Camus plantea parece indiscutible. Y en su resolución, la libertad subjetiva, el criterio personal, es la instancia decisiva. Repito: no se trata de elegir entre la vida y la muerte sino entre la dignidad y la degradación. Y de hacerlo según la escala valorativa de cada cual y ante un hecho irremediable como lo es una enfermedad terminal que arrasa, con su despliegue imparable, la calidad de la existencia de quien ha sido condenado a ella.