EL DILEMA
FILOSÓFICO DE LA MUERTE DIGNA
Santiago
Kovadloff (La Nación 29/11/2016)
Hay personas que prefieren quitarse la vida a dejarse destruir
por una enfermedad terminal que, aniquilándolas física y psíquicamente en forma
progresiva, las convierte en un residuo pasivo de aquello que fueron.
Lo mismo puede decirse de quienes están expuestos a un
padecimiento psíquico extremo, sin que medie, necesariamente, una enfermedad
orgánica terminal. Pero en esta página no quiero referirme sino a la opción del
suicidio en las víctimas de un mal incurable crecientemente doloroso y
destructivo.
Hay naciones como Holanda en las que la ley convalida la
eutanasia, es decir la práctica del suicidio por parte de aquellos que están
expuestos a circunstancias como las referidas. En Holanda, justamente, puso fin
a su vida hace poco una pareja de personas ya mayores, políticos ambos, e
igualmente afectados por un mal incurable y progresivo.
Franz van der Heijden y su mujer Gonnie, de 78 y 76 años
respectivamente, decidieron no prestarse al gradual e irreversible
envilecimiento de sus personas. Optaron, entonces, por terminar con sus vidas
mientras les fuera posible reconocerlas como tales. Pero resolvieron, además,
que practicarían la eutanasia, es decir el suicidio convalidado por la justicia
de su país. Ciudadanos hasta el final, quisieron proceder dentro de la ley.
La disyuntiva era clara: el péndulo de la conciencia oscilaba,
para ellos, entre la degradación y la dignidad. Y decidieron preservar su
dignidad.
Recuerda Durkheim, en su tratado sobre el suicidio, que en
algunos pueblos primitivos se alentó su práctica entre quienes, por obra de la
vejez y el deterioro, ya no eran capaces de prestar servicio a su pueblo.
Platón enseña en Leyes que el suicida es un ladrón. Al matarse,
se adueña de un bien que no es suyo: la vida. Sustrae lo ajeno, roba. El
cadáver del suicida, sentencia el filósofo, sólo debe recibir los honores de un
funeral si antes se le amputa al cuerpo la mano que ha cometido el crimen.
Sobre esa mano recae, simbólicamente, el castigo impuesto por la ley al que se
ha quitado la vida.
La necesidad de contar con autorización para suicidarse se
pierde en el tiempo. Recuerda Georg Lichtemberg, en el siglo XVIII, que un
soldado viejo y desvalido que sirvió a Roma durante años, no quiso poner fin a
su agonía sin el beneplácito de César.
Durante largo tiempo, el judaísmo consideró al suicida como
profanador del orden divino. Aún pueden encontrarse, en viejos cementerios,
tumbas situadas junto a sus muros. Corresponden a quienes, al quitarse la vida,
violaron la fe de sus mayores pretendiendo arrebatar a Dios el atributo supremo
de dar la vida y privar de ella.
El catolicismo niega respaldo al suicida, aun ante esa
perspectiva impuesta por el dolor extremo y la degradación física y psíquica
que pueden caracterizar la trágica evolución de una enfermedad terminal. No
hay, pues, derecho canónico a terminar con la propia vida. Ni siquiera
argumentando que se desea hacerlo cuando aún se es protagonista consciente de
los días que preceden al final. La Iglesia reconoce que evitar o atenuar el
dolor del paciente es legítimo y hasta necesario, pero no suprimirlo mediante
el suicidio que quiere anticiparse al desenlace concebido como natural. Lo que
nos ha sido ofertado por la gracia divina únicamente por su intermedio nos debe
abandonar.
Pero hay, como vemos, otra perspectiva. Según ella, el hombre no
es una criatura subordinada a un Creador. Ni la vida, en consecuencia, un don
ofrendado por un Otro transcendente. Aun concibiéndola como facultad otorgada
al hombre, quien de ella dispone, entiende desde un ángulo secular, que el
suicidio inducido por una enfermedad terminal admite, en ese marco, un abordaje
jurídico tanto como subjetivo independiente de toda consideración religiosa. El
enfermo decidido a terminar con su padecimiento antes que a dejarse
despersonalizar por el dolor físico y el deterioro mental, estima que no será
vida personal la que lo aguarde en esa etapa última, sino que se verá reducido
a la sola condición de objeto. Su existencia habrá pasado a ser mera duración.
Será cosa y ya no será persona.
El suicida puede disponer, según donde resida, de respaldo legal
para proceder como lo ha resuelto; puede contar o no con que sus derechos
cívicos sean extendidos a la consideración de esta situación extrema. Pero si
está decidido a poner punto final a su vida antes de que ésta se degrade en
manos del mal que sufre, es seguro que procederá como lo desea, venga o no en
su apoyo la ley. Esto significa que se concibe con libertad para actuar según
su criterio. Y que, aun cuando acepte que la vida le ha sido ofertada, ello no
implica que renuncie a ser quien resuelva si tiene o no tiene valor lo que le
ha sido ofertado. El problema del sentido de lo recibido es, para el suicida afectado
por una enfermedad terminal degenerativa, una cuestión personal, privada, suya.
Otro caso resonante, equivalente hasta cierto punto al de los
Van der Heijden, fue el del norteamericano Frank Gollan, quien se suicidó en
Miami, junto con su esposa Alice, tras 40 años de matrimonio. Médico e
investigador, Gollan aisló el virus de la polio e inventó la primera máquina
cardiovascular. Junto a su cuerpo se encontró una nota en la que el médico daba
sus razones para proceder como lo hicieron: los dos se sentían profundamente
desmoralizados por la falta de salud agravada por la edad. Temían dejar solo al
que sobreviviera al otro en esas condiciones. No hubo, en esta oportunidad,
asistencia legal. Se los encontró sin vida a consecuencia de una sobredosis de
píldoras, a principios de octubre de 1988.
Son por supuesto muchas, se dirían incluso incontables, las
motivaciones por las que alguien resuelve suicidarse. Aquí, insisto, importa
solo una. La que resulta de creer que la muerte digna es preferible al creciente
deterioro moral, psíquico y corporal que impone una enfermedad sin remedio.
Quien toma esa decisión, en este caso, no tiene por qué ser una
persona impulsiva y menos aún psicótica. Ejemplos como los aquí brindados
demuestran la calidad ética e intelectual de quienes optaron por el suicidio
para salvar su dignidad. Y lo profunda que puede ser la relación amorosa entre
quienes resuelven juntos privarse, más que de la vida, de la degradación. En
palabras de Franz van der Heijden, se trata de preguntarse "si los que
sientan que su vida concluirá con gran dolor y que serán una carga pueden
terminar cuando todavía no sufren tanto, ni son un peso para ellos mismos y
para los demás".
En un memorable ensayo al que tituló El hombre rebelde,
Albert Camus aseguró que "No hay más que un problema filosófico
verdaderamente serio: el suicidio. Juzgar que la vida vale o no vale la pena
que se la viva es responder a la pregunta fundamental de la filosofía." No
creo que se haya equivocado. Si la filosofía consiste en un examen de los
valores, es decir en una meditación primordialmente axiológica, la radicalidad
de lo que Camus plantea parece indiscutible. Y en su resolución, la libertad
subjetiva, el criterio personal, es la instancia decisiva. Repito: no se trata
de elegir entre la vida y la muerte sino entre la dignidad y la degradación. Y
de hacerlo según la escala valorativa de cada cual y ante un hecho irremediable
como lo es una enfermedad terminal que arrasa, con su despliegue imparable, la
calidad de la existencia de quien ha sido condenado a ella.